6/1/06

Una barba mal colocada...


Siempre era mi hermana, varios años mayor que nosotros, quien nos despertaba gritando:
- ¡Levantaos! ¡Corred, corred! Han venido los Reyes Magos.
Y en ese día, aquellos colchones de lana parecían ser de muelles, y que estos, a su vez, reventaran de emoción para que brincásemos de la cama y a la carrera llegásemos a sendos poyetes de las ventanas del salón, donde encontrábamos los juguetes y las chocolatinas que, con tanto cariño, habían colocado la noche anterior, cuando mi hermano y yo, vencidos por la impaciencia, soñábamos.

No recuerdo el año, pero en aquella ocasión una de las ventanas estaba vacía de juguetes y chocolatinas. En su lugar había varios trozos de carbón negro, muy negro (‘casualmente’ iguales a los que mi madre compraba para el brasero) y una nota manuscrita que decía algo así: “Este año no te has portado bien, por eso te hemos traído carbón. Si te portas bien a partir de ahora, el año que viene te traeremos tus juguetes.
Firmado: Melchor, Gaspar y Baltasar”.

Mi hermano, tras leer aquella nota, miró a mi ventana. La tristeza incrustada en sus ojos comenzaba a brillar en forma de lágrimas. Aquella era la cara más triste que había visto en los pocos años de mi vida. Cuando mis ojos empezaban también a humedecerse, la voz de mi hermana gritaba desde la puerta de la cocina: “¡Venid, venid! ¡Mirad lo que hay aquí!”. Sobre el poyete de la ventana de la cocina estaban colocados los juguetes de mi hermano. Iguales a los míos (como siempre), de distinto color (como siempre).

Apenas fue un minuto, pero ese corto espacio de tiempo ha sido uno de los más tristes de mi vida. “¿Cómo podían los Reyes Magos ser tan crueles?”, me pregunté. Gracias a que mi hermana descubrió los juguetes en la cocina, porque de no haber sido así, después de compartir mis juguetes con mi hermano, hubiese escrito la carta más dura y rencorosa que pudieran haber recibido nunca los Reyes Magos en sus cientos o miles de años de historia. Porque mi hermano, tal vez ese año había sido un poco más travieso, pero nunca hasta el punto de merecerse semejante castigo.

Algunos años después, tampoco recuerdo muy bien cuándo ni cómo sucedió, descubrí la verdadera identidad de aquellos monarcas orientales. Quizás fuese una barba mal colocada en el transcurso de una cabalgata, o quizás algún ruido extraño que escuchase estando semidormido a causa de la inquietud y el suspense, o tal vez ambas cosas y alguna más. No lo sé. Lo que sí recuerdo es que todo un mundo de ilusión se me había esfumado de un año para otro. Supe que ya nunca más correría descalzo desde mi cama hasta la ventana del salón con los ojos como platos. Y descubrí que para ser padres, además de ser buenos, responsables y todas esas cosas tan importantes, también había que ser “magos”.
Javier Feijóo
(Del mi libro: "oCURRencias")
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